La muerte perinatal, y específicamente el aborto, tiene una historia larga de silencio y estigma.
Culturalmente el duelo por un aborto ha estado vetado y recluido a una posición de tabú, siendo, por lo general, un duelo desautorizado socialmente.
Se define aborto como aquella pérdida gestacional que ocurre antes de la viabilidad extrauterina, según OMS bajo los 500 gr. o 22 semanas de gestación. Su ocurrencia no es excepcional, sino más bien una posibilidad cierta para mujeres en etapa reproductiva, pero no por esto menos significativa: 23 millones de abortos ocurren al año en el mundo, 44 por minuto, y su incidencia va en aumento, por lo que me parece una deuda como sociedad el comenzar a visibilizar y hacernos cargo de esta realidad.
Este proceso de interrupción del embarazo puede ser espontáneo o inducido y en nuestro país la posibilidad de inducirlo sin penalización está reducida a 3 causales (riesgo de vida de la madre, inviabilidad fetal y violación), siendo éste un duelo aún más cuestionado, invisibilizado y poco validado, suponiendo culturalmente que por ser voluntario duele menos o es vivido como un alivio o “el fin del problema”.
Existe un peso social del aborto, en el imaginario colectivo de toda una generación el aborto es tortura y culturalmente se ha asociado al miedo, la culpa, la vergüenza, siendo algo de lo que no se habla, relegado a una peligrosa clandestinidad y que se termina viviendo en soledad, sin un espacio social disponible para vivir el dolor de la pérdida y/o de la decisión en libertad, como un dolor válido y respetado.
Como profesionales de la perinatalidad que acompañamos estos procesos podemos ser claves en devolver a las mujeres y sus familias el derecho al duelo y su condición de dolientes y en que esto se materialice en sus relaciones sociales, dando espacio a la narrativa del duelo y a la expresión emocional. La vivencia emocional, sin duda es independiente de las semanas de gestación y puede ser muy intensa y no exenta de ambivalencia, con mucho dolor, rabia, culpa, confusión, desconsuelo, etc. Es por esto que se hace tan necesario un espacio para contener esta vivencia emocional, reconocer la pérdida de este bebé que se fue y dar validez a la maternidad de esta mujer, que es una maternidad distinta, pero igual de válida, donde existe un vínculo que no desaparece con la muerte sino, al contrario, reconocer que hay continuidad de este vínculo; un vínculo que se comienza a formar desde el embarazo, favorecido por cambios biológicos y neurohormonales que configuran un cerebro maternal y favorecen funciones específicas que tienen que ver con la conducta maternal y la tarea psicológica de convertirse en madre.
Desde esta teoría, cuando reconocemos que hay una madre, y un vínculo válido y continuo, a pesar de la muerte, favorecemos la sana resolución de ese duelo, proceso que puede tornarse patológico y complicarse, entre otros factores, porque quienes acompañan estos procesos lo hacen inadecuadamente, poniendo como objetivo el desapego y minimizando la importancia de ese vínculo y de esa vivencia emocional particular.
Dejar hablar, escuchar con empatía, poniendo toda nuestra persona de terapeuta al servicio de esa escucha, sostener, respetar, dar espacio para despedir y agradecer la presencia de ese bebé y valorar su paso por la vida, ayuda a integrar esta experiencia, más que dar consejos o consolar con expresiones tan usadas, tan mal usadas, como “eres joven”, “ya tendrás otro bebé”, “estas cosas pasan frecuentemente, no te preocupes”, “al menos era un embarazo pequeño”, “mejor ahora que después” y otras tantas que lo único que hacen es aumentar la sensación de soledad en la pérdida y autocuestionarse la validez de las propias emociones. En esta línea, se ha observado como un factor favorecedor de una sana resolución del duelo que los profesionales que acompañan a la madre y su familia, se muestren compasivos y empáticos, que permitan la expresión emocional y que reconozcan su pérdida, sin culpabilizar.
Dra. Katharinne Salinas S.
Psiquiatra Perinatal